viernes, 15 de junio de 2012

etica utilitarista

La Ética Utilitarista de John Stuart Mill
por Daniel Mansuy Huerta
No cabe duda alguna que la ética utilitarista es una de las más influyentes de la modernidad. En efecto, muchos de los estudiosos e investigadores actuales desarrollan sus sistemas a partir de la premisa consecuencialista, según la cual el valor de las acciones humanas se mide por sus consecuencias y que, por tanto, la acción carece de valoración moral intrínseca. El debate ético actual está cruzado "y estancado" por esta posición. Decimos estancado porque suele suceder que en la discusión sobre temas morales los interlocutores parten de premisas opuestas, y sea por tanto imposible llegar a algún tipo de acuerdo mientras se razone según ésas premisas. Es menester entonces indagar sobre el punto de partida, sobre las mismas premisas: debemos descubrir cuál de ellas está errada para poder continuar el debate. Cualquier otro camino será estéril.
Por ello, estudiar esta teoría ética en sus fuentes es de indudable relevancia. Es imprescindible comprender de modo más o menos cabal esta ética para comprender el debate actual, e intentar superarlo.
Quizás el más representativo exponente de la ética utilitarista sea el inglés John Stuart Mill, nacido en 1806, quien en su obra El utilitarismoexplica los principales alcances de esta teoría moral. En este artículo investigaremos las características de dicha obra, tomando en cuenta sus aspectos más relevantes. Analizaremos sus postulados y las consecuencias que el autor deriva de ellos, observando cómo Mill responde a las críticas esbozadas contra su doctrina. Veremos también los puntos más débiles y las contradicciones internas en la postura de Mill.
John Stuart Mill inicia El utilitarismoobservando el estancamiento del debate relativo a los temas éticos: "entre las circunstancias que concurren al estado presente del conocimiento humano, hay pocas que, como el escaso progreso conseguido en la solución de la controversia relativa a la cuestión del bien y el mal" (pág. 133 en la edición de Orbis, Madrid, 1980). Para el pensador británico es una cuestión fundamental intentar resolver este problema, puesto que su estancamiento estaría retrasando el progreso general humano. Este punto no es poco importante, porque desde alguna perspectiva lo que Mill busca es una teoría ética sencilla, sin demasiadas complejidades, que permita resolver el problema relativo a lo bueno y lo malo. A continuación Stuart Mill observa que, en cuanto las acciones se realizan por un fin, están subordinadas a éste, y "toman su color". Se nota aquí cierta similitud con la ética aristotélica, que es también "aunque a su modo" finalista. Sin embargo, esta similitud no tardará en desaparecer en virtud de la concepción de bien que adopta Mill. Hace mención a los postulados éticos de Bentham "en cuyo credo él mismo fue educado por su padre", según los cuales los hombres deben buscar su felicidad, entendida ésta como una presencia de placer y ausencia de dolor: "la naturaleza puso al hombre bajo dos jueces soberanos: el dolor y el placer". Mill busca a partir de esa doctrina la solución al problema planteado inicialmente. Según él, la influencia de esta doctrina ha sido tan amplia que incluso aquellos que han pretendido rechazarla terminantemente, como Kant "máximo exponente de la ética deontológica, basada en el puro deber", han terminado por adoptarla de uno u otro modo.
Lo medular de la teoría ética de Mill está expuesto en el primer capítulo de su obra. Allí señala que lo justo ya no se define en sí mismo, o conforme a una referencia objetiva, sino que lo justo es lo que tiende a producir felicidad. Cobra relevancia la definición que se tenga de felicidad, y Mill no vacila en seguir a su maestro Bentham, al entender por felicidad "placer y ausencia de dolor". La única motivación real en el hombre, lo único que mueve a la voluntad (término que aún no utiliza Mill) es el deseo de acercarse al placer y de alejarse al dolor. Con todo, Stuart Mill entendió que esta definición de felicidad era insuficiente y que requería ciertos matices, como por ejemplo la distinción entre placeres inferiores y superiores. Sin embargo, todas las disquisiciones posteriores, tendientes a depurar la crudeza y el materialismo benthamianos con los que se entiende la noción de felicidad, estarán marcadas por un signo fatal dado por la misma premisa que Mill se niega a abandonar: felicidad como placer y ausencia de dolor. Y por más que quiera alejarse de ella al establecer una serie de distinciones y tratando de responder a diversas objeciones, la premisa está ya planteada y Mill no podrá escapar. Veamos.
La primera objeción que enfrenta Mill es la de igualar a hombre y animales: en efecto, si sólo buscamos el placer material, no hay ningún elemento objetivo que nos diferencia de la generalidad de los animales. Para responder, Mill introduce en este punto la distinción entre placeres: "los seres humanos tienen facultades más elevadas que los apetitos animales", y "si de dos placeres, hay uno al cual, independientemente de cualquier sentimiento o obligación moral, dan una decidida preferencia todos o casi todos los que tiene experiencia de ambos, ése es el placer más deseable" (pág. 140). No es suficiente la comparación cuantitativa entre los placeres "Mill abandona aquí uno de los supuestos benthamianos" sino que es necesario considerar el elemento cualitativo. Por ello, "es mejor ser un ser humano insatifecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho" (pág. 141).
En verdad esta distinción revela un gran problema en el conjunto de la argumentación utilitarista. Mill piensa que esta distinción es compatible con la premisa benthamiana, y que él mismo confirma (felicidad como placer y ausencia de dolor). Pero, la postura de Mill es evidentemente absurda. Frente al problema, caben dos opciones: o Bentham tenía la razón, en cuyo caso no tiene sentido establecer distinciones distintas a la mera cantidad entre los placeres; o en verdad hay criterios anteriores y superiores al mismo placer en virtud de los cuales podemos preferir algunos, no ya en virtud de la cantidad, sino de su calidad. En cuyo caso no es ya el placer el "maestro soberano de la naturaleza humana", sino que hay algún otro criterio que nos permite discernir entre los placeres. Mill pretende "y aquí está la tensión presente en su ética" que ambas posturas sean compatibles.